El de las tres mentiras (Mateo 10,26-33)

Un amigo mío, que hace ya tiempo comenzaba a ser camarero, me sorprendió un día comentándome: “Hay un cliente que me pide el café de las tres mentiras”. Cuando yo lo miré extrañado me aclaró que el café de las tres mentiras es un descafeinado con leche desnatada y sacarina: es mentira que tenga café, es mentira que tenga leche, es mentira que esté dulce…

El evangelio de este domingo nos sitúa ante una realidad que puede también mostrar las tres mentiras de nuestra vida cristiana: en vez de fe tenemos devociones; en vez de caridad, mala conciencia; y nuestra esperanza es tan mundana que no da verdadero sabor a la vida.

La fe es confianza profunda en lo que no se ve; adoración total de quien nos sobrepasa por completo; recorrer nuestro camino siendo testigo del Nombre del Misericordioso. Nuestras devociones pueden ser inicio de una fe verdadera, pero la gran mayoría de las veces no pasan de darnos consuelo en nuestras dificultades, de proporcionarnos experiencias de dulzura superficial.

En vez de caridad, que busca ponerse en el lugar del otro y acercarse a él para levantarlo de su situación de postración y dolor, tenemos mala conciencia atemperada por limosnas que no comprometen nuestra vida; por acciones que nos permiten justificarnos ante nosotros y los demás, aunque de sobra sabemos que de poco sirven porque poco sacrificio nos piden. No amamos hasta que nos duele, que pedía Santa Teresa de Calcuta.

Y nuestras esperanzas no alcanzan el singular de la virtud teologal. Son pequeñas expectativas, muchas veces bastante mundanas y egoístas, que colorean nuestra vida. ¿Soportaría nuestra vida cristiana el crisol de la persecución?


DIA MUNDIAL DEL REFUGIADO

Nos unimos a la celebración del DÍA MUNDIAL DEL REFUGIADO, establecido el 20 de Junio por la Organización de Naciones Unidas desde el año 2000.
La Conferencia Episcopal nos explica en el siguiente vídeo la labor que realiza la Iglesia Católica en este campo.

En el siguiente enlace, se aportan unos textos y unos vídeos -además de propuestas de actividades– que pueden guiar la reflexión comprometida de cada uno y de las comunidades y grupos, además de ambientar el orar:
Día Mundial del Refugiado

El pan de la dignidad (Juan 6,51-58)

“Sentía que, yo misma, era un error”, así hablaba una mujer que sufre una discapacidad y con una vida difícil, sin padre y sin madre, sin familia con la que sentirse única y especial. Veinte años, y se sentía prescindible para todos, un error de la naturaleza. “Lo que me devolvió la conciencia de dignidad personal fue la experiencia de fe; saber que en medio de todo lo que me pasaba, Dios tenía un plan para mí, una misión a la que responder”.

Nada hay tan desestructurante y desestabilizador como esa sensación de nada y de vacío en el fondo de nuestro corazón. Por eso Jesús quiso hacerse pan, para llenar con su amor y con su dignidad el vacío del corazón de cada hombre, de cada mujer, en cualquier circunstancia y dificultad.
Nunca somos dignos de recibir a Jesús en nuestro cuerpo y en nuestra vida, tan marcada por el egoísmo y la debilidad. Es al recibir el pan de Jesús cuando acogemos el regalo de la dignidad que Él nos entrega.

Una niña que ha hecho este año su primera comunión decía: “El pan de la misa no sabe a nada, pero me pongo tan contenta al recibirlo…”. Y es que el pan de la eucaristía es el regalo que Dios nos hace de la dignidad de ser hijos suyos, el regalo de ser compañeros de Jesucristo. Compañero viene, precisamente, de con-panero, con quien se comparte el pan.

Jesús con el pan de cada eucaristía nos regala la dignidad de ser hijos de Dios, la reconciliación en nuestras debilidades e incoherencias, la alegría de sabernos acogidos entre sus amigos, de tener la misión de ser sus testigos y de construir un mundo que se parezca cada vez más al Reino definitivo de justicia y paz.


El Dios de los filósofos (Juan 3,16-18)

La noche del 23 al 24 de noviembre de 1654 Blaise Pascal, uno de los mejores matemáticos y filósofos de su tiempo, tiene una experiencia radical de Dios, que le hace escribir una nota y coserla en el forro de su casaca para que siempre lo acompañara. La nota que se descubrió pocos días después de su muerte, comenzaba diciendo: “Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el Dios de los filósofos y los sabios”.

Aquella noche, ciertamente, tuvo Pascal una experiencia de Dios que lo transformó, y que cambió su manera de comprenderse a sí mismo y comprender al mundo. “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, diría también el joven filósofo creyente, para mostrar que la riqueza y la profundidad del alma de la persona son inabarcables para las escasas fuerzas del razonamiento de una sola persona.

Ante el misterio del amor y de la vida, ante la insondable profundidad del alma humana, ante el grito del que sufre, nuestras razones se quedan mudas; y si hablan, sus sonidos suenan huecos y vacíos. El Padre de Nuestro Señor Jesucristo no será nunca un concepto manejable para nuestra inteligencia. Un océano de amor tan grande sólo puede intuirse cuando nos sumergimos en él. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

Un misterio que acogen los niños y los sencillos, que saben que Jesucristo es Dios y que es su amigo que nunca los abandona. Un misterio que pinta de suspicacia el rostro de los sabios y entendidos, que no llegan a explicar cómo Jesús, el más lúcido maestro de ética, puede predicar que es sencillamente su amor, que trasciende la muerte, el que nos salva.


Navegar (Juan 20,19-23)

Identificamos las experiencias del Espíritu con momentos llenos de luz, sin sombras que los entenebrezcan, con situaciones de armonía y equilibrio personal, que nos hacen vivir sensiblemente momentos de alegría personal. Y no siempre es así.

A veces, el Espíritu hiere nuestro orgullo y quema nuestras seguridades para que estemos más disponibles a la voluntad de Dios. El Espíritu nos hace pasar por la muerte para que podamos encontrar la vida. En el bautismo, el Espíritu ahoga nuestro hombre viejo para que renazcamos como niños a la novedad de la Vida. Toda muerte del hombre viejo se produce con miedo y con dolor. Como los adolescentes varones que, cuando van a crecer unos centímetros para ir convirtiéndose en adultos, pasan por unos días en los que la fiebre los deja postrados en la cama, sin causa aparente.

El Espíritu hincha las velas de nuestra barca, y con su fuerza hace crujir las maromas, y la madera del mástil y la botavara. El barco avanza, y todos se alegran por el movimiento que anuncia nuevas aventuras, pero todo tiene que estirarse quejándose sonoramente.

Pero no te importe, que crujan tus sentimientos y salten por el aire las legañas de tu vida. La vida es dejarse llevar por un Espíritu que nos lleva a recorrer nuevos puertos, a abrir nuevas rutas. Sólo quien sólo hace lo ya sabido comienza a envejecer. Y los bautizados hemos de ser siempre el hombre nuevo del que habla Pablo de Tarso –éste sí que rejuveneció hasta hacerse anciano-.

¡Ven Espíritu divino! Impulsa nuestra vida hacia una mayor entrega. Nuevos caminos de solidaridad y de justicia iremos abriendo con tu fuerza. Nuestra fe y nuestro amor se renovarán, para dar más fruto, para darnos más nosotros.