El Dios de los filósofos (Juan 3,16-18)

La noche del 23 al 24 de noviembre de 1654 Blaise Pascal, uno de los mejores matemáticos y filósofos de su tiempo, tiene una experiencia radical de Dios, que le hace escribir una nota y coserla en el forro de su casaca para que siempre lo acompañara. La nota que se descubrió pocos días después de su muerte, comenzaba diciendo: “Fuego, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no el Dios de los filósofos y los sabios”.

Aquella noche, ciertamente, tuvo Pascal una experiencia de Dios que lo transformó, y que cambió su manera de comprenderse a sí mismo y comprender al mundo. “El corazón tiene razones que la razón no entiende”, diría también el joven filósofo creyente, para mostrar que la riqueza y la profundidad del alma de la persona son inabarcables para las escasas fuerzas del razonamiento de una sola persona.

Ante el misterio del amor y de la vida, ante la insondable profundidad del alma humana, ante el grito del que sufre, nuestras razones se quedan mudas; y si hablan, sus sonidos suenan huecos y vacíos. El Padre de Nuestro Señor Jesucristo no será nunca un concepto manejable para nuestra inteligencia. Un océano de amor tan grande sólo puede intuirse cuando nos sumergimos en él. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él”.

Un misterio que acogen los niños y los sencillos, que saben que Jesucristo es Dios y que es su amigo que nunca los abandona. Un misterio que pinta de suspicacia el rostro de los sabios y entendidos, que no llegan a explicar cómo Jesús, el más lúcido maestro de ética, puede predicar que es sencillamente su amor, que trasciende la muerte, el que nos salva.