Fuerza interior (Mateo 13,24-30)

WenYuke fue un famoso pintor chino. Su especialidad era pintar las cañas de bambú. La pintura china busca reflejar sentimientos interiores más que la perfección de la forma. El bambú, la más humilde de las frondas, muestra en la simplicidad de sus formas la complejidad y los sentimientos inesperados de las personas. Wen Yuke tenía un bosquecillo de bambú en el jardín de su casa cada día, con frío o calor, lloviera o no, el señor Wen salía a llenarse el pecho del crecimiento de los brotes, de las hojas que reverdecían o se secaban, de las ramas truncadas que buscaban un nuevo camino. Cuando alguien ponderaba sus pinturas humildemente decía: xiong you cheng zhu (胸有成竹), sólo es que mi pecho se llena del bambú que crece.

La vida no nos espera para seguir creciendo. El Espíritu de Dios, Señor y dador de Vida, no deja de trabajar en el interior de la naturaleza y de la historia, en el corazón de cada persona, a través de las palabras y el testimonio sembrado con verdad en los surcos de nuestra vida.

La semilla sembrada crece por el don de su fuerza interior; la levadura en la masa la fermenta silenciosamente por el poder de la propia naturaleza. Por eso es importante saber qué semilla sembramos, con qué levadura amasamos el pan que vamos a repartir entre los nuestros. ¿De qué servirá sembrar si sembramos cizaña?; ¿de qué servirá amasar si la levadura es tóxica? Nos toca llenarnos el pecho de la fuerza de un Dios humilde y generoso, que se complace en la justicia y el derecho, y se compadece de quien sufre. No pierdas la vida sembrando y acumulando lo que calcina el corazón dejándote helado.


Verdad velada (Mateo 13,1-9)

Bian, el humilde carretero del Marqués de Huang, estaba tallando la rueda de un carro mientras su señor leía un libro. “¿Qué lee mi señor”, le pregunta; “la sabiduría de los antiguos”, fue la respuesta del señor Huang. “Ah¡ Entonces está leyendo la escoria de los que ya han muerto”, espetó sin contemplaciones el carretero. El Marqués de Huang, visiblemente enfadado le pidió explicaciones si no quería sufrir un castigo por su impertinencia. El carretero se la dio: “Juzgo según mi experiencia. Cuando tallo una rueda y ataco con demasiada suavidad, el golpe no mella. Cuando ataco demasiado fuerte, rompe la madera. Entre fuerza y suavidad, la mano encuentra, y la mente responde. Es una pericia que no puedo expresar con palabras, que no pude transmitir a mis hijos. Lo que los Antiguos no podían transmitir se lo llevaron consigo en la muerte”.

Las verdades importantes de la vida sólo pueden insinuarse con parábolas o, de manera privilegiada, mostrarse con el testimonio. Nadie aprende a vivir por las palabras del otro; si el otro nos enseña el misterio de la vida es porque pone su mano en la nuestra y nos adentra por los caminos de las verdades más plenas. No tenemos ni guías, ni maestros; podemos tener maestros compañeros, guías compañeros, que comparten el pan cotidiano con nosotros.

Jesucristo no fue un sabio oriental que insinuó con parábolas los secretos de la historia. Es el testigo fiel que con su vida, su muerte, su resurrección y su eucaristía nos acompaña a desvelar el tesoro y la profundidad que la vida tiene para cada uno de nosotros. Lo que no es vivido, son sólo palabras huecas.

Inteligencia humilde (Mateo 11, 25-30)

Corrían los años de la dinastía de los Xiao del sur, sobre el siglo octavo de nuestra era, Liang, funcionario real, complacía grandemente al emperador por lo concienzudo e inteligente de su trabajo de recaudación. Ciertamente era un hombre inteligente. Pero a esa cualidad no la acompañaba la humildad, ni la comprensión, ni siquiera el respeto por los demás. Quien se acercaba a él siempre recibía un desplante con el abanico cerrado y una palabra de desprecio. Tempranamente llegó la hora de la muerte al altivo funcionario y los familiares pidieron al emperador unas palabras para poner sobre su tumba. El emperador conocedor del talante del funcionario les escribió cuatro palabras: 恃才傲物 (chi cai ao wu). En las que, reconociendo su valía, venía a denunciar eternamente en su propia tumba, su altivez y soberbia. Un regalo envenenado para la eternidad.

La verdadera inteligencia siempre es humilde. Humilde por el reconocimiento de nuestras limitaciones; humilde por estar siempre dispuesta a seguir aprendiendo; humilde ante la inmensidad de la vida y del amor de Dios. Sólo los que viven en pobreza y humildad conocerán los misterios más importantes de la vida. Los engreídos y orgullosos podrán aparecer como sabios y eruditos durante un tiempo, igual hasta su propia muerte; pero la eternidad sabrá devolverles a la tierra de la que salieron.

La verdadera humildad se conoce por el trabajo constante, paciente, abnegado, que no se contenta con los logros ya obtenidos sabiendo que el camino que queda por delante es grande; consciente que la llamada de Dios no cesa.

"Baptizados” (Mateo 10,37-42)

El arte más difícil de aprender y practicar es el arte de amar. El amor requiere práctica y esfuerzo, sentido de autocrítica y renuncia a uno mismo y sus ideas. A amar estamos aprendiendo toda nuestra vida. Y, a pesar de esto, el amor es un don que se nos regala sin que nosotros nunca sintamos que lo merecemos.

Durante la infancia el amor se confunde con la dependencia, el niño quiere a aquella persona de la que depende, la que colma sus necesidades o caprichos… ¡Cuánto nos dura esta inmadurez! En la adolescencia el amor tiende a confundirse con la admiración: amamos a quienes admiramos, y para ello mientras más lejos e inalcanzable esté la persona idealizada mejor, menos se aprecian sus defectos. Por eso es tan difícil que el adolescente muestre amor por quien, tan cercano y próximo, le sirve el desayuno cada día. Conforme maduramos necesitamos sentirnos útiles a los demás, necesitamos colmar nuestras ansias de protagonismo sintiéndonos imprescindibles, insustituibles, irreemplazables. Así nos reconciliamos con nuestras limitaciones y defectos. Ya sé que no soy lo que querría ser, pero al menos para los míos soy necesario… ¿Es esta madurez verdadera?

El maestro en el arte de amar es Jesucristo. Y Él nos muestra que amar no es necesitar, ni idealizar, ni cargarse de responsabilidad. El amor es dejarse conducir por Él; a veces cortando amarras para acompañarlo; otras enraizarse al lado de quien necesita nuestra presencia. Unas veces con dureza de palabras que talen ramas secas; otras con nueva dulzura que invite a abrirse al impulso de la vida. Amar es dejarse amar por Cristo cada día; vivir nuestro bautismo, muriendo con Cristo a nosotros mismos, cada día, resucitando con Él, cada día, a la Vida.